lunes, enero 22, 2007

A las doce en el rastel

No se habían visto durante días. Es cierto, para muchos no es tanto tiempo, pero la distancia se les había hecho insostenible. Las palabras se habían pintado de emociones acuosas en el desierto. Era necesario verse, tocarse, acariciarse… besarse.
Trece y quince minutos: ella se posaba en el rastel del metro Santa Isabel. Se miraron, y lo hicieron una vez más. Se besaron…

Las muecas de felicidad esperada por la pareja se apoderarían de una sonrisa tímida y ansiosa; vergonzosa y nerviosa. La tarde fue tranquila, pausada, serena. Mas los nervios se vieron apaciguados –a tientas- con la idea verosímil de estar juntos. Es cierto, para muchos no es tanto tiempo, pero la distancia se les había hecho irresistible.

Los besos y el cuerpo de la pareja fundido era la recompensa, no pedían nada más. Ni un cráter lunar, ni una estrella, sólo: “estar ahí” (BE HERE NOW).

Conversaron y se trataron de conocer –tal vez no lo lograron del todo-, pero conversaron. Se besaban y acariciaban una y otra vez. Aquella tarde había sido el Limbo, el Nirvana, un fecundo paraíso. Es cierto, para muchos no es tanto tiempo, pero para la pareja que sólo se habían visto una noche, había sido un todo.

Ocho y treinta minutos: ella debía irse. De regreso al Metro Santa Isabel, de regreso al rastel. Se despidieron y besaron. Un beso sutil, cuán novela rosa, cuán final de teleserie. Se besaron por última vez, se miraron…
Hasta mañana a las doce en punto en el rastel.

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