Sabían que estaban allí movidos por un sólo objetivo... "Sudar".
Y es que la vida ya no era como antes, ni privacidad ni espacios a solas; ni idilios apasionados, ni voces susurrando al oído.
Los hijos, la edad y el pudor existen con razón y no dan pie a amoríos cáusticos, por lo menos como los de antes.
En ese contexto era todo distinto, más jovial y desafiante. Las murallas reían con un toque de arte y suspicacia. El "yakuzi" cerca de los aposentos era totalmente díscolo -bueno, para dos personas ya pasadas en pasión, qué no lo es- y las cortinas con puntos y triángulos hacían del entorno algo menos frío y más acogedor.
Pero la verdad era otra, era un espacio vacío de todo y de todos. El piso con cerámicas a cuadros los incitaba a sudar. Después de todo ese era el objeto esencial ¿no?.
Comenzaron a desnudarse, con el ansia de un quinceañero y con el miedo de un primerizo. Empezaron a besarse por donde nunca los hacían. Partieron por el cuello, luego en el pecho y se deslizaron por los cuerpos... la historia continuó sola. Sin ningún tipo de explicación itinerante.
Se encantaban como la primera vez y se hacían parte del ambiente, caliente y fervoroso.
Mientras se besaban, cada uno por su lado comenzaba a idear nuevas estrategias, nuevas formas, nuevas poses. La pareja había perdido todo tipo de contacto, es por ello que esta oportunidad les parecían única e irrepetible.
Pero no había caso. Ella pensaba en los niños; él en su autoestima varonil.
El momento no fue más que eso, un momento que creía satisfacerlos y calmarlos de las pasiones cohibidas, pasiones que se encontraban intactas tras bastante tiempo, y que ahora se materializaban en un par de besos incitantes, caricias que ponían los pelos de punta y muecas de placer pero carentes de verdad.
Nada tenía sentido, sudaban por sudar, para contentarse y sacarse estigmas que reiteradamente venían a la mente como cargos de conciencia. Ni el sostén con encaje rojo ni con el bóxer tirado en el suelo repletaban el sentido más original de esa visita.
De que sudaron, "sudaron" -y de qué manera-, pero los afectos se vestían de luto y sólo revelaban el calor del momento. El amor seguía intacto, pero con un vestido más sobrio, más avejentado.
Se levantaron de la cama con estrafalarias sábanas. Se contemplaron desnudos y hasta eso les producía vergüenza. Desde hace mucho que no se miraban así; sin sentirse mal, cohibidos o presionados con el llanto de su hija menor.
Ella cogió el sostén con encaje rojo y él su bóxer. Mientras se vestían resbaló una lágrima en común. No podían creer a lo que habían llegado.
Por cierto no era culpa de su nueva vida matrimonial, menos de sus retoños, pero claramente habían perdido esa pasión que los movió un día.
Se miraron por última vez, se abrazaron, se besaron en la mejilla, y salieron del cuarto número "setenta y ocho", como si nada hubiese pasado.
Tomados de la mano se dirigían otra vez hacia el estacionamiento, evitando y haciendo caso omiso de las miradas morbosas de las demás parejas. Él pausó su trayecto para pagar y ella se subió al “jaguar”. Luego, mientras el conducía, las mejillas rosadas de su señora miraban tras la ventana. Iban otra vez hacía su casa donde los esperaban sus niños llenos de amor y la niñera, que con ojos reveladores e intimidantes les recibía una vez por mes. Nada raro teniendo en cuenta que una vez por mes el sostén con encaje rojo se lucía entre los pechos de la patrona, un bóxer tirado en un rincón de la habitación y un par de murallas irreverentes y desinteresadas.
sábado, septiembre 23, 2006
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